SECCION: CARTELERAS PAG. 54 CINTILLO: Maria Elvira Bermudez CABEZA: Laberintos de soledad y locura El 7 de mayo de 1988 fallecio Maria Elvira Bermudez, ensayista y escritora a quien se conoce por sus antologias Los mejores cuentos policiacos mexicanos (1955), Cuentos fantasticos mexicanos (1963) y Narrativa revolucionaria mexicana. Nacida en la ciudad de Durango, Maria Elvira tambien fue autora del libro sociologico La vida familiar del mexicano, la novela Diferentes razones tiene la muerte (1953) y Cuentos herejes, este ultimo editado por Libros del Fakir, de do nde tomamos la siguiente narracion. El rescate La isla desierta ha sido considerada siempre en la literatura como un lugar de exilio, pavoroso, remate de calamidades punto menos terribles que la muerte. El naufragio ha sido contemplado como una de las peores coyunturas que el ser humano puede afrontar. Puede que lo sea. De mi no se decir cuando ni como naufrague. Por que, mucho menos. Preguntar por mi naufragio seria lo mismo que inquirir sobre mi nacimiento. Quien se atreveria a decir que sabe, que sabe por que naufraga. Nadie recuerda si quiera donde zarpa el buque ni conoce el puerto a donde se dirige. Se navega, se navega. Y un dia el barco se va a pique, sin mas. Nunca se sabe; pero cada quien hace lo que puede con su ignorancia: unos la empaquetan con esmero, le ponen un sello que con grandes y bellas letras dice DIOS y la guardan en el armario o en la vitrina. Otros la engarzan en oropel, la cuajan de brillantes piedras marxistas y, cual prenda de jipi, se la cuelgan al cuello. Otros mas, como yo, prefieren lanzarla a la rosa de los vientos para que transitoriamente se pose en el numero, en el astro, en elmetaloide, en la nervadura o en la raiz. A final de cuentas de mi puedo decir tan solo que el rescate de que fui objeto al cabo del tiempo no se parecio en lo minimo al desenlace feliz de las historias de robinsones que se han escrito. La soledad de mi isla me abrumaba, por supuesto. Tenia nostalgia de otros seres semejantes a mi. Seres que fueran eco de mis palabras, reflejo de mis visiones, obsecuencia de mis deseos. Seres a mi alcance, una vez y otra, sin fallar ni una. Sospechaba la existencia de otros en torno mio, pero jamas logre comunicarme con ellos. No los veia. Solo me veria a mi mismo, aunque era innegable que tenian que ser -esos otros- los que, mientras yo dormia o paseaba, dejaban en la playa ruedas, cajas de herramienta, t elas y cuero, y hasta libros. Esos otros eran sin duda encarnaciones variadas del capitan Nemo. Bien me daba cuenta, sin embargo, de que no siempre era la Naturaleza la que destruia las obras que yo emprendia o a las que habia dado cima: la balsa de troncos, el catalejo, la hoguera que encendia en lo alto del acantilado en cuya base rompian las olas con delicioso estruendo. Unicamente alguien que como yo supiera como y para que pensaba realizarlas, podia echar abajo mis intenciones. Ignoro si fue en suenos; el caso es que en ocasiones visite el Nautilus, aunque unicamente por breves momentos. Y asi anore los lechos y las poltronas, evoque a las mujeres a traves de los cuadros, divise las bibliotecas y olfatee el oro. Envidie la cocina y admire las maquinas. Y siempre desperte en el feudo solitario donde las necesidades fisicas iban minando mi resistencia. De las langostas no apreciaba ya el sabor y solo sentia la aspereza. No me extasie mas ante el vuelo de las gaviotas porque sus excrecencias me repugnaban. Las tormentas me empavorecian, los rayos del sol me calcinaban y todos los atardeceres me oprimian por dentro y me colmaban de frio. Hasta que un dia vi un barco a lo lejos. Movido sin duda, mas que por un instinto ancestral, por las voces reconditas de los otros que tal vez se habian cansado ya de su papel de protectores no retribuidos, encendi una fogata -me cercaba otro atardecer-, ice una bandera improvisada y gite con frenesi. Fui rescatado. Pocas palabras pronunciaron los marineros que en una lancha cuyos bordes yo acariciaba de dicha, me condujeron al buque. No me hablo el Capitan, e incluso fue hasta algunos dias despues cuando obtuve algunos datos sobre sus procederes. Me limitaba a comer alimentos -cuya excelencia provenia de que estaban hechos, y por manos que no eran las mias-; a dormir -en yacijas tal vez, pero preparadas de antemano y no por mi- o a velar -oyendo ya susurrros y ronquidos que no eran el tedioso bram ar de las olas- y a mirar y remirar manufacturas cuyos nombres y uso eran par mi enigmas fascinantes que dia con dia iba descifrando. La primera batalla naval en que tome parte fue maravillosa. Mi barco estaba tripulado por piratas, claro; en seguida lo supe. Y fue esa batalla como un capturar de moluscos, como un destazar de peces, pero a lo grande, con un riesgo mas patente y un triunfo mas ululante. Otras batallas -en alguna resulte herido- fueron convirtiendo mi fruicion en asco. Nunca consegui acercarme siquiera a alguna de las mujeres que constituian el mejor botin en los abordajes. Y despues los marineros me obligaban sin cesar a l avar la cubierta, a remendar las velas, a calafatear los botes, a vaciar las letrinas, a otear el horizonte desde el palo mayor. Ah, y de continuo esa rebeldia de los objetos, que tan injustamente me era atribuida a mi, manifiesta en quebrazones, en descomposturas, en derramamientos, en extravios. En la medida en que los viveres escaseaban, aumentaba la frecuencia de las rinas entre los corsarios. Peleaban de dia por la comida, por el ocio, por el sol o por la sombra. Y peleaban de noche por la hembra, por la ganancia en el juego, por el trago de vino o por la supuesta trampa. Preferibles eran las tormentas. En la alta noche, cuando incluso el vigia de turno dormia, di en pasear por el barco. Una madrugada encontre en la cocina, en su habitual postura de trabajo, pero sin moverse, al cocinero. Su ayudante se habia detenido en la clasica tarea de mondar patatas. Les hable y no me contestaron, aunque tenian los ojos abiertos. Regrese a mi yacija y al poco rato los descubri en el sitio donde por costumbre dormian. Al siguiente dia, una hora antes del alba, ademas del cocinero y su ayudante, en la misma inmovilidad y despiertos, halle al timonel escuchando las ordenes del segundo de abordo. A la tercera noche, sumados a los anteriores, divise al capitan sentado ante su bitacora y a una mujer sobre cubierta. Hasta que llego el momento en que todos los tripulantes del buque, sin hacer caso de los vaivenes del mar ni de la queja del viento, abandonaban por momentos su lecho para posar en sus respectivas faenas, mas sin hablar, sin respirar apenas, como retratos en vivo y despiertos. Cada noche esa comedia -si asi puedo llamarla- se hacia mas larga, hasta que abarco la noche entera. Al amanecer, cada uno permanecia en su puesto, como si nada, hablando ya y moviendose. Me atrevia a preguntar a algunos por que hacian aquello y sus gestos de sorpresa delataban que en verdad no comprendian mis preguntas. Uno me dijo que yo hacia lo mismo, sin darme cuenta de ello. Los amaneceres se fueron retardando tanto como se apresuraban los crepusculos y mi pavor fue creciendo, porque comprendi que llegaria el instante en que unos y otros se juntarian, como las paredes de una camara de tortura medieoval de la que habia oido en un viejo romance, y que el dia se iria para siempre a fin de que la noche se instalara definitivamente en el buque. Previ entonces que como el Maria Celeste, como aquel otro barco holandes, el mio navegaria indefinidamente a la deriva; que los que aun despiertan luego de haber sonado lo encontrarian y lo abordarian y se intrigarian al contemplar a los tripulantes en aquel estado parejo, de faena interrumpida al parecer por la muerte; y que no se explicarian su causa. Esa causa era tan simple: era la misma ignorancia de cada uno, convertida ya en contumacia, que habia abandonado la vitrina o el armario para envolver en el mismo paquete a su dueno; o que se habia trocado de adorno en dogal con el fin de enroscarse en su poseedor o que, como en mi caso, se negaba ya a posarse transitoriamente en las cosas y pretendia confundirse con ellas. Y si solo yo quedara, si yo solo continuara moviendome, sin Nautilus ya que me protegiera. Ni en la isla ni en el barco logre comunicarme con los demas, quienes quiera que fuesen ellos. Convivencia o soledad, dio lo mismo. Por todos los caminos me cosificaba. Mi temor de quedar aparte era pues en vano. Cada dia me fatigaba mas, confundia todas las sensaciones y miraba menos de mi mismo en los espejos. Hasta que, sin darme tiempo de lamentar otra vez el trueque de ratas por cangrejos, desaparecio mi imagen. Tonto de mi, con mi doble y tan breve destino de heroe literario: de uno mas entre los robinsones, a trillado polizon de un barco fantasma. .