SECCION ESPECTACTULOS PAGINA 37 BALAZO: ANTROS CABEZA: EL COLONIA: UN ASTRO TACITURNO CREDITO: Xavier Velasco Al Diablo de la izquierda se le ha roto la mano derecha, pero sus dedos aun tocan la trompeta. Celoso custodio de la concha de oro que brota de la pared color de rosa, su colega de la derecha no parece tocar el instrumento, sino usarlo como catalejo para fizgar las lentas olas, la silente marea, la timida resaca de pasiones. Patas de cabra, cuerpos rosa y oro, miradas vigilantes como las de todos los Diablos de este y los demas mundos. Y abajo, en la pista de madera mas pisada de toda la colonia Obrera, se agita muy suavemente una multitud: los danzoneros. El derecho a la magia La calle se ha ido quedando quieta. Es miercoles, el primero de la primavera, dieron ya las ocho de la noche y los autos parecen a cada instante mas solos, mas presurosos, mas distantes. A unos cien metros de la banqueta de Nino Perdido, rodeado por la presencia espectral del Caballo Loco, el Molino Rojo y el hotel Maya, el Salon Colonia se alza solitario y luminoso, hinchado de la dignidad propia de un islote que se ha convertido en Republica. Muy lejos de los antros vecinos --El Balalaika, el Mocambo, reductos agonizantes de los ultimos cabareteros-- los ciudadanos del Colonia llegan temprano, apenas caen las pestanas de oficinas y comercios. No siempre son amigos, pero invariablemente resultan complices, y como tales cruzan la cortina negra que separa al mundo del Salon Colonia, sabedores de que la vida sin baile nomas no es tal, y que a un lugar como este solo se viene a girar, y a nada menos, con el aplomo de quien podra no ser dueno de su futuro, ni de su destino, ¨pero que tal del instante? El Salon Colonia: muros y columnas que, como sus diablos, se debaten entre el rosado y el dorado; arpas esculpidas sobre las paredes, listas para el uso y abuso de los angeles; largas bancas anaranjadas, todas pobladas de mujeres que solo esperan el momento de volver a girar; balco nes, mesas, meseros que se han pasado la vida viendo a parejas bailar bailar bailar, entre aplausos a los musicos y viajes a la mesa donde un tanque de combustible los aguarda como una brisa convocada. Una cerveza, un sidral, un tehuacan: gasolina para el danzon. Hay demasiada luz en el Colonia. Clavados al techo, los tubos fluorescentes no permiten un atisbo de penumbra. Por eso la multitud se ha dividido en dos: los de adentro, que bailan de frente a la orquesta y jamas escatiman la remuneracion de sus aplausos, y los de afuera, parejas tomadas de la mano cuyos tersos movimientos son banados por la refulgencia lunar. Pero adentro o afuera, con la Luna o sin ella, las miradas parecen siempre volar hacia una inmensidad que no esta entre las paredes del Colonia sino mucho mas alla, en esas altiplanicies del Infinito donde los corazones insubordinados combaten contra el tiempo y la ausencia, decididos a defender con sus latidos el sagrado derecho a la magia. Es asi, volando por los cielos en circulos perpetu os, con la mano trenzada de otra mano y los ojos altivos extraviados entre las estrellas, como los cuerpos del Colonia danzan, paladeando el lujo de no estar solos y poder mirar al mundo entero para decirselo. Botines, charoles, tacones suicidas, sombreros, cachuchas, trajes, camisetas, que mas importa la ropa cuando la percha esta que arde. Pero esas llamas, las que obligan a los tobillos a seguir una traslacion planetaria interminable, no estan en la pelvis, sino mas adentro. En el reino del danzon, las apariencias hn sido deslazadas con el poder del olvido. Como la lozania y la belleza fisica, fantasmas distantes que quien sabe cuando se batieron en retirada, los ropajes del miercoles en la noche suelen delatar poco de la gala que, ¨quien lo duda?, envuelve al corazon. Quien ha pasado lista en el Colonia por decadas no necesita de las artimanas y patranas del talle minimo, la piel firme o el perfil griego, sobre todo porque despues de tanto bailar ya se dio cuenta de que a la hermosura corporal le sucede lo mismo que al recuerdo: con el tiempo se oculta, se deforma, se desvanece hasta la mas atroz insignificancia, cediendo asi el paso a la belleza del sentimiento. Las parejas del Colonia bailan para que, paso a pasito, sus atributos intimos, su belleza escondida, sus inconfesables asimetrias, se transparenten y en un instante, cuando los metales de la orquesta de Acerina traspasen como agujas la piel de la emocion, estallen igual que las estancias del poema: como un astro taciturno. Bailar el danzon, dejar se embrujar por el, es cerrarle las puertas a toda fealdad, y haciendo de palpitos virtudes embarcarse en un desafio contra el tiempo y el olvido. Por menos que eso, Luzbel debio partir hacia el exilio. Pacto de seduccion Solamente los muertos no se mueven, pero aqui vale mas moverse con cautela. Con las caderas casi quietas y los hombros circunspectos, el cuerpo deja que sean las plantas, las pantorrillas y particularmente los ojos quienes nunca se detienen, pues hasta cuando estan fijos en un mismo punt o hay un desasosiego que los delata. No hay baile que narre con tan sincera y temblorosa exactitud el rito paciente de la seduccion. Y lo de menos es que la pareja solo comparta pista y cielo durante una cancion en su vida, puesto que ambos, por el solo desliz de ceder al baile juntos, han firmado ya un pacto segun el cual accederan a cortejarse silenciosamente, mostrandose todo aquello que para los otros, siempre ajenos, permanecera distante, obscuro, inexpugnable. (Cortejarse: ir y venir, afirmar y negar, dar mil vueltas sobre un mismo suelo para terminar cayendo rendidos en brazos del Destino.) Como su pariente cercano, el tango, y como toda historia de amor que se precie de ser cierta, este baile insiste en ser asunto de dos, y de nadie mas. ¨Quien no se regalaria en cuerpo y alma a Lucifer con tal de, asi sea por un inflamable instante, dejar de ser uno para volverse dos? La Danzonera Acerina es un peloton de 13 hombres. Tras ellos, en la pared opuesta al sitio donde los dos demonios controlan el festin, esta una cabeza red onda, gigantesca y negrisima, con todos los dientes blancos menos uno que, claro, es de oro. En el espacioso interior de su boca bien abierta se oculta un piano que los de Acerina no tocan. Es bajo la vigilante presencia de este santo chevere que la orquesta descerroja la Comparsa China, frente a un hormigueo de cabezas ensimismadas y complacidas por el ritmo entre arrabalero y polinesio que repta esquivando pantorrillas invencibles. Un hombre de sombrero de pana co lor mostaza, la piel quemada y el pelo casi blanco hasta el hombro, bigotito seductor y evidente ascendencia callejera, le ha tomado sutilmente la mano a una mujer con ojos de quinceanera cuyos nietos, si acaso aun existe la justicia en este mundo, deben admirarla como a una Minerva encarnada. Respetuoso y galante, casi principesco, el hombre toma distancia de su companera y sin soltarle la mano se contonea, se quiebra, con el brazo y la sabiduria ritmica en alto, mientras la mujer --blusa floreada, falda larga, cuerpo amplio como catedral poblana-- se dispone a rotar en torno a un sol que solo ella podra mirar. En las expresiones de los dos fluye una misma pregunta, que de acuerdo a la etiqueta de la ocasion debera extenderse a lo largo de la pieza toda: ¨Si o si? Palabra de abanico Mas alla del salon, solos sobre la extensa banca que de cancion en cancion se puebla de cuerpos satisfechos y expectantes, se hallan una mujer y un abanico. Hace solo tres siglos, la imagen hubiese sido mas que suficiente para seducir a un punado de cortesanos fervientes. Complices de las mas calladas seducciones, cinicos profesionales al servicio exclusivo de su duena, los abanicos fueron en su tiempo culpables de amorios y duelos sin medida, pues es sabido que su adecuado manejo permitia expresar un sinumero de altas y bajas pasiones, casi siempre registradas por los amantes e inadvertidas por los maridos. No es extrano, pues, que el abanico sobreviva junto al danzon, ambos unidos por lenguajes subterraneos que jamas habran de dirigirse a mas de un destinatario. Aun con sus codigos sepultados por un olvido de trescientos anos, el abanico, pequeno biombo tras el cual suelen atrincherarse los sentimientos y los deseos en su mas tremula desnudez, es entre las luces y las sombras del Salon Colonia un eficientisimo vehiculo de seduccion. Detras de los pliegues de su elocuente abanico amarfilado, la mujer del vestido de satin azul turquesa espera la llegada de un hombre con los pies inquietos y el alma volatil. Juntos, unidos por iden tica conjura y a la sombra de un mismo danzon, los dos cumpliran con la que aqui, en el Colonia, es obligacion impostergable: huir del presente, abandonar el cuerpo y construir castillos entre las nubes de un tiempo distinto. Cuando el momento llega, la mujer de satin levanta la mano izquierda, con la mirada huidiza pero los pies bien puestos sobre la Luna. Su repentina pareja, un tipo de cabeza brillante como una municion, traje de tres piezas con el chaleco abierto y el cinturon oculto por una panza qu e peca de soberbia, no ignora la importancia de guardar las formas. Asi la conduce acompasadamente por entre las demas parejas, la toma del talle y deja que su mirada se le pose unos centimetros arriba del hombro. Como diciendo: Aqui me tienes, pero no seran mis ojos quienes te lo confirmen. Cuando el danzon termina, el hechizo se interrumpe. Las parejas casi corren hacia afuera de la pista, para volver apenas unos segundos despues. Entonces se reanuda el embrujo, pero en un episodio distinto. Como en una n ovela del siglo XIX, los personajes aparecen solo de entrega en entrega, y en los interludios escapan hacia el limbo. Refugiarse unos segundos en la nada es, tanto en el danzon como en el amor, tomar el respiro que separara a una historia de otra, para que una vez que se vuelve a comenzar todo sea exactamente como la primera vez, y ni el pasado ni el futuro esten alli para perturbar al idilio. En el espacio sin tiempo del Salon Colonia, donde no hay mejores protagonistas que los ojos ni mejores amantes que las pantorrillas, habitan de cuando en cuando ritmos distintos. Mas alla de la regia ortodoxia del principe Felipe Urban, o de los deslices cachondones de la Danzonera Dimas, estan las cubetadas de aguas de la orquesta de Carlos Campos, cuyos gatilleros acostumbran recorrer cuanto ritmo se deje sabrosear por sus metales. Entonces saltan los reyes de la pista, se forman las ruedas de mirones y los trapecistas de la pasion se convierten en los atletas del bailongo. Danzan los abanicos, vuelan los panuelos, e stalla la noche y de repente, cuando los dos demonios ya estaban listos para deslizar por la pista sus cabrias extremidades, vuelve a las bocinas la majestad del ritmo inventado para solo dos. Como en el cuento, el sortilegio del Salon Colonia se termina con la medianoche: hora de volver a una epoca en la que corazon es apenas un superlativo de coraza. Los trolebuses pasan por Nino Perdido, tripulados por caras ausentes y almas anestesiadas, indiferentes al turbio despertar del Balalaika y el Mocambo, mientras otros hombres terminan de cerrar las puertas de un viejo leonero, recientemente convertido en nuevo rico gazmono y zacaton: El Raton, rebautizado como El Raton de Castilla. Frente a la fachada del roedor naturalizado castellano al paso de una modernidad implacable, zarpa un microbus repleto de ojos satisfechos, camino hacia San Antonio Abad. En uno de sus costados, el microbus arrastra la pancarta de La Catedral del Danzon. Purificados por la terapia milagrosa de una certera maquina del tiempo, lo s viajantes del solitario microbus llegaran a la estacion del Metro cuando del Salon Colonia quede solo una puerta cerrada. Pero ahi quedaran, a sus flancos, las figuras de la Virgen y San Jose, cubiertas de rosas blancas y rojas. Dicen, los de verdad fieles, que los jueves y los domingos se repite el milagro. .