SECCION ESPECTACULOS PAGINA 37 BALAZO: ANTROS CABEZA: Oasis en la nieve: la salsoteca CREDITO: XAVIER VELASCO SANTIAGO DE CHILE.- Conoci a Ursula en un consultorio de odontologia. Con la muela del juicio recordandome todas las miserias del universo en cada punzada, topeme con los dos ojos que no solo sacarian a mi cerebro del cadalso, sino que ademas terminarian por conducir a mi cuerpo hasta el sitio al cual pretendo, mis cuates, llevarlos hoy a ustedes. Mas antes de subir juntos por el ascensor que nos pondra en esa sucursal del Caribe donde los vientos invernales del cono sur se detienen cual vampiro ante la Bib lia, permitanme decirles que aqui en Santiago mis pronosticos -y de paso los de ustedes- valen poca, muy poca cosa. Chilena con todas las de la ley -discreta pero elocuente, ojos profundamente luminosos, sonrisa incondicional, formalidad impoluta tras la que se ocultan un temperamento volcanico y una innombrable ternura-, Ursula es la clase de mujer cuyos encantos se develan lentamente, como los petalos insospechables de una flor desconocida, de modo que uno, mexicanito indefenso, termina por ceder a esas ineditas perturbaciones que solo aceptan ser medidas a traves de palpitos. Medidas? De que estoy hablando? Cuando, tras dos dias de creer ilusamente que la conocia, llegue con Ursula hasta el ascensor que nos aguardaba como Virgilio a Dante, ya podia intuir lo precario de mi situacion: a juzgar por la incontinente adiccion que despertaban en mi sus nocturnisimas pupilas, era obvio que no contaba su amigo y humilde narrador, entre su modesto equipo de fabrica, con un instrumento capaz de dimensionar los alcances pasionales de aquella -valgame la redundancia- chilena prodigiosa. Fue asi, sospechandome proximo a la fronte ra entre Simpatia y Cautiverio, como aprete el boton del ultimo piso: salsoteca El Tucan. El Pana y el Tucan Antes del Tucan, la salsa era en esta ciudad exotismo distante. Cansado de recorrer antros llenos de buenas intenciones pero huerfanos de real magia caribena, el venezolano Alfredo Morales -habitante de Santiago, salsero impenitente, preso de la nostalgia por una estirpe antrera que parecia imposible a semejantes profundidades del continente- escucho a mas de un amigo volcar sus elogios en torno a ese pajaro cuyas puertas, por entonces, estaban en pleno barrio de Bellavista, centro nervioso de la bohemia sa ntiaguina. Una noche, aun esceptico, pero eso si: bien ganoso, el hombre de Venezuela toca a las puertas del Tucan, pero choca de frente contra una mala noticia: ya no son horas de llegar. Sin embargo, su empeno es tan firme que los porteros terminan por dejarlo pasar, aun sin olfatear en el forastero al inminente amigazo que pronto se convertira en uno de los mas valiosos aliados de la incipiente salsoteca. Apenas ingresado al Tucan, y sin duda seducido por las puntuales delicias de su ambientacho, Alfredo Morales su cumbe a la indignacion que a todo buen noctambulo le causa la presencia necia de un borracho inconsecuente; unos minutos despues, la gente del lugar mira como no son los porteros, ni los meseros, sino el extrano fuereno quien echa al curao culeao a la calle. Instantes despues, nuestro espurio sacaborrachos ya esta bailando, con el donaire, la sabiduria y la sabrosura que muy pocos han visto en Santiago. Adoptado casi de inmediato por los perplejos duenos del antro, y en poco tiempo habilitado como envidiable maestro de baile, Alfredo termina por hacer del Tucan -que ya era un buen lugar para bailar salsa- el escenario de un eden bananero. Por eso, cuando el Tucan se muda del local de Bellavista -donde otros locos fundaran el Manifesto- y se instala en un edificio de departamentos de la heterodoxa avenida Pedro de Valdivia, su prestigio es mas que sobrado para que los santiaguinos acudan, sedientos de tropi co, a darse un rico quemon al calor del bongo. No todos los taxistas conocen la historia del Pana -carinoso apodo con el que sus amigos chilenos dan trato de compadre al maestro venezolano-, pero sera muy dificil dar con un ruletero que no sepa llegar al Tucan. Cuando finalmente subimos y se abren las puertas del ascensor, el sobrio edificio (sutilmente avejentado, notorio veterano de la era del twist) cambia de rostro y de clima: mientras afuera, en la noche gelida de agosto, los cuerpos luchan de mala gana contra un invierno particularmente desalmado, el interior del Tucan es el reino de la ficcion tropical. Luego de caerse con los tres mil quinientos pesos chilenos -nueve razonables dolarucos- que lo instalan a uno con todo y su pareja en esta isla, no hay urgencia mas punzante que la de quitarse la ropa. Fuera bufandas, chaquetas, estambres y lanas que los acompanan: aqui hay todo el calor que pueda necesitarse, e incluso un poco mas; al lado de la barra donde se sirve toda suerte de bebidas tropicosas, el guardarropa es un negocio floreciente. Son las doce de la noche -hora de buscar sin muchas esperanzas una mesa libre-, la consola nos acaricia las caderas con la voz de Johnny Pacheco y la mujer de la barra nos aconseja una Caipirinha. Mas conservadora, Ursula, que como yo no desea visitar el piso a las primeras de cambio, se decide por un Alexander, que por cierto esta mas que ponedor, mientras su amigo y humilde narrador prefiere ceder al embrujo de un Pisco sour. Bastara un breve trago para sentir la patada deliciosamente citrica del brebaje magico que permite a los chilenos desembarazarse de su falsa circunspeccion y acceder sin complejos a una calidez entusiasta, intrepida, insolita. No se si decirselos, mis cuates, pero a cada nuevo trago crece dentro de mi el placer de pronunciar con toda su majestad las palabras esdrujulas, asi que al saltar sobre una mesa, de subito desertica, mis labios imperterritos complacense como la mas lubrica de las castalidas cuando gritan: Ursula! Las otras cordilleras Como pasa una chilena de la contencion al arrojo, de la mirada esquiva a la urgencia del abrazo, de la madurez adulta a la pubertad floreciente? Me niego a pensar -fundamentalmente porque ni mis sentimientos ni mi logica estarian dispuestos a creer semejante ordinariez- que una chilena sea igual a otra, pero no menos innegable aparece aqui la sucesion de fuegos que atacan sin piedad a las mujeres presentes, casi todas tan ignorantes de toda fealdad como puede llegar a serlo este antro milagroso de la niev e que a diario cubre de refulgencias la cordillera de los Andes. Cordilleras: mientras en las calles reina el pudor propio de un canijo frio asesino de pasiones, la pista de baile del Tucan se llena de cuerpos que ostentan, sin asomo de tacaneria, su sinuosidad vibrante y sudorosa. Aunque: como iban a ser las cosas de otra manera, si de las bocinas escapan los clasicos del son, el merengue, la salsa, el vallenato y sabra Belcebu cuantos placeres mas? Con el segundo Sour cayendome al esofago, acaso pensando en desafiar al hachazo que muy posiblemente llegara como un cast igo celestial manana por la manana, tomo un breve respiro y recuerdo el coro de una cancion barranquillera que, como a estos santiaguinos ricos en furores, me tinca harto: Que te perdone yo... Que te perdone! Como si yo fuera el Santo Cachon! Pero aqui nadie le teme al hachazo, y tienen razon: Que hachazo cruel, que odiosa cana puede caer sobre la buena salud de quien se ha deshecho de todo veneno etilico merced a una hora tras otra de danza irrefrenable? Pienso entonces que, una vez mas, mi salvacion es toda esdrujula: Ursula, orgullosa duena de la premeditacion, alevosia y ventaja que siempre honran a una mujer intensa, me toma de la mano para someterme una vez mas a la mesmerica tirania que ha hecho a mi cuerpo repetidamente feliz a lo larg o de una noche que ya rebaso las tres de la manana y nomas no pinta para detenerse: Vamos a bailar, po! Al principio pense que mis pies, comunmente arritmicos merced a las deformaciones de una adolescencia tempranamente arruinada por el punk, no responderian al reto. Despues, conforme los Sours y los merengues aflojaron las tibias y las caderas, descubri que, efectivamente, bailo salsa con la gracia de un flamingo poliomielitico, pero he aqui que mi pareja cuenta entre sus multiples encantos a una encomiable virtud nacional chilena: la paciencia, mis cuates. Ursula me acompana por la pista, esquivando pisoton es y compensando con sonrisas de complicidad los desencuentros de nuestras extremidades inferiores -bueno, la verdad es que las suyas nada tienen de inferiores-. Y como resulta que a esta mujer la danza le tinca como a pocas, avanzamos juntos por las obras escogidas de Guerra, Vives, Cruz, Fruko y los otros patrones que han hecho del Tucan uno de los reductos locales donde mejor musica se goza. Mas alla del Paraiso Ursula gira, y al girar con ella y hacer a nuestras espaldas tocarse siento el exquisito golpe de su cabello en la nuca y me doy a creer que no hay en toda la extensa costa chilena brisa mas fresca, ni olas mas altas, ni resaca mas jaladora. Por eso es que solo cuando los danzantes se detienen y dejan la pista vacia para que una pareja de salseros consumados proceda a demolerla, descubro que sudo como un albanil en el Sahara, y que solo un nuevo Sour sera capaz de librarme del infarto cuando las estrellas d e la noche terminen de bailar y Ursula me llame con esa sonrisa pegajosa que, seguro estoy, podria muy bien hacer un corderito del general Pinochet. La pareja, vertiginosa como el Demonio de Tasmania recien llegado al Tropicana, cumple con su cometido que, como ustedes ya lo adivinaron, es el de provocar dos cosas: 1. La general admiracion de quienes si saben bailar salsa. 2. El pasmo de los inutiles que identificamos a cada una de sus peripecias con una fractura vertebral irreversible. Mas alla de las cuatro y media, el ambiente del Tucan se va desintegrando. Hay varias mesas vacias, la pista ofrece grandes espacios y de las paredes prenadas de color brinca la imagen de Celia, soberana imperterrita cuya sonrisa de incisivos apretados parece preguntarte si de verdad ya te cansaste. Dichosamente libre de una muela del juicio cuyo rastro se me ha hecho facil borrar de mi memoria, y aun mas dichosamente acompanado por una santiaguina que ha borrado de un solo guino todas mis concepciones prev ias de esta ciudad que de repente reaparece como un inconmensurable tempano frente a nuestros cuerpos recien recubiertos, alzo la mano para llamar al taxista que cumplira con la tarea ingrata de llevarnos lejos del Paraiso. Apenas subimos, me da por hacerle a Ursula una proposicion que, dadas las circunstancias, es indecente: Vamos a la nieve manana mismo! Y Ursula, que como buena chilena comprende los extremos de la necedad humana, me responde que si, mientras sus ojos fulgurantes me hacen sospechar que a hora si se van a derretir los Andes, con todo y piedras .