SECCION ESPECTACULOS PAGINA 37 BALAZO: ANTROS CABEZA: POR LA NOCHE INFINTIA DE SANTIAGO CREDITO: XAVIER VELASCO, ENVIADO SANTIAGO DE Chile.- Hace cuatro y medio siglos que Pedro de Valdivia bautizo una colina y fundo una ciudad. Coronado por almenas desde las que se miran crecer las luces en avenidas y edificios, el cerro Santa Lucia es el observatorio desde cuyos pedestales de piedra contemplo a la ciudad entera: Santiago anocheciente, resplandeciente, cuarto creciente. A los pies de la colina, cuyas escalinatas de piedra comida por los siglos se multiplican como tenaces lombrices, Santiago invernal me promete que su noche p rofunda se abrira como un cielo repleto de virginidades que capitulan en secreto. Puesto de otra forma: cayo la noche, sopla el viento intensamente frio y de algun modo exquisito, es un sabado en Santiago. Los demonios estan libres. Puro Chile y las gallinas subterraneas Alberto Mosso es un tipo clave para la noche de la ciudad. Arquitecto de profesion y disenador antrero por cuestiones del destino, este inventor de caos nocturnos ha fundado va-rios de los agujeros mas calientes de Santiago. Uno de ellos, el Manifiesto, sobrevive como un emblema de la bohemia local. Otro, que responde al nombre de Mala Sangre, tiene la fama de haber imantado a buena parte de los locos de una ciudad donde, cuentan, hay mas perversos que versos cosa dificil de creer cuando uno ya devoro sus calles como a trozos de Neruda. Preludio del delirio: mi guia y yo penetramos a lo que pronto sera el Puro Chile, dirigidos por el perverso Mosso, entre cuyas ideas cuentase la de haber concebido todo el antro, y en particular el piso transparente que permite mirar hacia el microsotano. Cuando sea inaugurado el proximo septiembre, vispera de primavera, el Puro Chile tendra su microsotano habitado por gallinas, mientras que arriba, en la superficie que pisaran los homo sapiens, habra una codiciable barra de Ceviche con Champana & Aspirinas. Enclavado en la planta baja de un edificio cuyos inquilinos se adivinan tolerantes, este antro inminentemente seductor, donde los banos han sido instalados por el satanico doctor Mosso en el interior de una especie de parentesis futurista cerrado a medio pasillo, expropio su nombre de un sospechable manantial: el himno nacional chileno. Puro Chile, cantan los ninos en las escuelas, de seguro sin imaginar la cercanisima existencia de un espacio creado para que los analge sicos se confabulen con las burbujas y entonces den a las gallinas la mirada de Clark Kent, la estatura de Godzilla, el oscuro glamour de Vampirella. Santiago: ciudad modestamente bellisima, de calles tan estrechas como un abrazo lento, besadas por lo terso de un paisaje nocturno huerfano de fronteras. Una y otra vez, nuestras ruedas cruzan el pequeno Sena, que es el rio Mapocho, la callada grandilocuencia de la Alameda, el amplio bulevar de Vitacura. Subitamente, nos detenemos a media Tierra de Nadie: cruzando la avenida Irarrazabal, entre autos fugitivos cuyo destino es breve y jolgorioso, refulge apenas la luz de un hueco ignoto: el Crucero, bar peque nito y tal vez por ello repleto de la calidez que un extranjero del frio recibe a modo de favor providencial. No hay luces deslumbrantes, ni estrobos ultratecno, ni espacios inconmesurables para turbas freneticas. Este desveladero fraternal, que parece destinado a celebrar el placer simple de la vida, carece de toda grandilocuencia. En su lugar hay una sensacion de contento, flotando campechana cual nube sin origen. Las mesas son estrechas y de la barra escapan manos bien abiertas, pertrechadas con botellon es de cerveza Escudo: un litro bien helado cuyo poder muy bien alcanza para disipar al frio del cuerpo y, mas importante aun, presentar combate frontal a los peores monstruos que un noctambulo puede asilar en su retorcido ser: las canijas inhibiciones. Soy, en Chile, un forastero que lo daria casi todo por dejar de serlo. Inmerecidamente acompanado por una tercia de minas muy hermosas, mas dos tipazos para quienes no parece haber futuro digno de preocupacion, habito una sencilla mesa del Crucero con la sospecha vaga de que aqui, al calor de la platica santiaguina, conseguire olvidar el frio que transformo a mis dos orejas en un solo dolor. Con ese caracter peace and love que tan honrosamente distingue a los chilenos de sus vecinos del Este, mis amigos dis frutan del sonido como de un convidado mas. Que clase de musica seduce a estos chilenos? Los clasicos: Police, Queen, Siouxsie, aunque tambien ciertos lunaticos locales Los Tres, Los Peores de Chile, y a menudo el porteno Fito Paez. Duenos de una pulcritud a toda prueba, los antreros de Santiago unicamente osan perder la compostura cuando andan bien curados. Alcanzaran tres litros de cerveza Escudo para estar tan curado como las dos minas que van llegando trastabillantes y felices hasta la puerta del Cr ucero? Lo dudo, pero me aliviano creyendo que no es aqui, en esta multiplicacion geometrica de cuerpos que ha terminado por hacer de cada mesa una envidiable ciudadela, donde mi noche morira. Afuera, en el frio de remotos tintes antarticos que me llama como una honda resaca oceanica, nos esperan otros vahos, otras luces, otros antros. Los curados del siete De madrugada, la Alameda y su camellon son territorio pleno de fantasmas. La Plaza Italia, la Moneda y, justo al frente, la cripta donde se agazapan los restos de OHiggins, brotan de una penumbra sepulcral que solamente los duchos de la noche sabran descifrar. De modo que ahora, mientras la gran Alameda se abre como una profesia, los tripulantes de este coche construimos la libertad a partir de una certidumbre muy chilena: manana se acaba el mundo (gastemoslo ahora, cuanto podamos y hasta el final). En el siete-siete-siete de la Alameda se levanta, turbia y socarrona, la extensa escalera que conduce al Siete: sitio subterraneo entre los subterraneos, sardonicamente oculto en una planta alta que a cada minuto escupe curados ruidosos, complacidos, arrebatados como crias de huracan. Mirado desde la calle somnolienta, el Siete no parece un antro amigable, pero sus inquilinos lo son, y mucho. Una vez que logramos ascender, esquivando a los cuerpos que bajan en intermitente alud, los multiples cuartos que hacen de este antrito un antrazo se nos brindan sin mas reserva que la ocasionada por mi extraneza de forastero. Despojado de todo sonido local si, mis cuates, por escandaloso que parezca, en este antro no hay musica, el Siete nacio del oportuno desmantelamiento de un piso centrico, po blado de cuartos con mesas sencillas, patrullado sin tregua por un manicero que prodiga botanas a precios razonables aun a estandares mexicanos, y consagrado a esas conversaciones cuyo tono estruendoso no deja sitio a la indiferencia. Si: es un lugar para hombres, y asumo que por ello resulta la feliz perdicion de numerosas mujeres. En los postreros capitulos de un sabado que hace mucho comenzo a robarle los minutos al domingo, el Siete bulle como cruje la madera de sus barandales y resuena el arrastrar de sus sillas de metal y retintinean las botellas en cuya etiqueta se lee: Cerveza Baltica. Mas fuerte... masculina. Notoriamente mas grande y austero que la mayoria de los tugurios de su estirpe, el Siete parece mas una comuna repleta de correligionarios que un bar donde las mentes asimetricas y los espiritus insurrectos coinciden por efecto de una gravitacion irremediable. Antes que una ciudad pequena en este sentido, las apreciaciones desmedidas de un chilango seran siempre desconfiables, Santiago es, como Paris, capital de confluencias: todos terminan por encontrarse. Sobre todo si sus metabolismos han acudido reptantes al llamado silencioso de esos dorados instantes a los que solamente algunos ingratos atrevense a incluir entre las deshoras. Pero esta, mis cuates, no es menos que una velada de contundente gratitud: conforme bajo p or los escalones que me lanzan de regreso a la mas deliciosa de las sensaciones nocturnas, que por supuesto es la incertidumbre, descubro que mis acompanantes conversan presas de la clase de animacion que solo un total despistado confundiria con el fin de fiesta. Que descansen las momias, amiguitos; ustedes y yo nos largamos a seguirla. Cautivos del Insomnio Cuentase que antes, en ese recentisimo pasado que a todo el mundo le duele no haber aprovechado hasta el tope, ciertos antros daban a sus frecuentadores licencias tan amplias como la de fumarse un pito en su tibio interior. Uno de esos santuarios era el Donde Bahamonde, cuya ingenua pinta de cafeteria solo se derrumba cuando entramos y descubrimos sus muros grafiteados, sus hermanables visitadores, su anarquia vital y, quiera la Virgen, vitalicia. Aglomerados entre sillas sin concierto, bajo las luces propi as de un escaparate, sobre la propicia pista de aterrizaje de un espacio donde los complejos escasean dramaticamente, los parroquianos del Donde Bahamonde celebran el avance de su algarabia con una persimonia que apenas oculta lo que Gabriela Mistral llamara el vigor de nuestro temperamento rural. Deben ser casi las cuatro cuando cruzamos el umbral del Insomnio. Los dos camaradas han caido en el camino, mas mis amiguitas no se rajan facilmente. Con menos de una docena de mesas invariablemente triangulares enriqueciendo su inventario, el Insomnio dista de mostrar el mas leve remilgo a los visitantes que llaman a su puerta. Cierto: la clientela no es mucha, pero los que estamos no hacemos poco escandalo. Algo mas costoso que en los anteriores reductos, el litro de cerveza cumple aqui con la trascendent al mision de facilitar las comunicaciones con los semejantes. Sin embargo, pronto descubro que mi castellano resulta insuficiente y hasta ridiculo frente al chileno de un subito interlocutor: muy chascon o sea, con la grena cayendole hasta media espalda y todavia mas pasao es decir, curado de la frente a los talones, el visitante comienza contando como fue que le tajearon la guacha, y culpando a un cierto noruego de tan infame fechoria. Mientras una de mis acompanantes me explica que lo que al chascon l e paso es que le fabricaron un cortadon marca guardame este fierro en plena barriga, el agraviado no cesa de rememorar el distante incidente, y asi escupe una cadena de vocablos que me resultan igual de incomprensibles que un manuscrito en noruego antiguo. Asiento sin cesar, sin comprender, sin soltar mi cerveza protectora. Sali del Insomnio sin atreverme a mirar el reloj, dejando atras de nosotros al amigo de la guacha tajeada y sus colegas, que por lo visto estaban decididos a recibir el amanecer entre chelas y desfiguros consecuentes. Aun alegres y desbordantes de un electrolito envidiable, mis anfitrionas chilenas dejan lo que resta de mi a las puertas del hotel. Con la amenaza expresa de que mis proximas noches en Santiago no desmereceran frente a esta. Un barometro callejero alardeaba: cero centigrados. Jura el himno nacional chileno que la tierra tomada por Pedro de Valdivia es copia feliz del Eden, y su amigo y humilde narrador, que de ningun modo esta en posicion de cuestionar un argumento de tan certera contundencia, cae sobre la cama canturreando agradecido las palabras del poeta grande: Sucede que me canso de ser hombre .